La pandemia ha ‘robado’ el olfato a millones de personas y, de paso, ha resucitado el interés en una disciplina olvidada. Los expertos investigan el potencial como herramienta diagnóstica y clínica del sentido más conectado con nuestra memoria y emociones

Vamos a plantearle un dilema. Si tuviera que prescindir de un sentido, ¿cuál elegiría? Piénselo bien. No se precipite. ¿Listo? Si ha escogido el olfato sin dudarlo, debería darle una vuelta a su elección. El más desconocido -y a menudo desdeñado- de los sentidos es una poderosa herramienta clave para su seguridad, su conexión con el entorno y gran parte del deleite que experimenta. Además, a juzgar por las últimas investigaciones, podría convertirse en un importante aliado de la medicina. ¿Le parece poco? «Si el sentido del olfato no fuera imprescindible para nuestra supervivencia, ¿por qué iban a ocupar nuestra nariz y nuestros orificios nasales un espacio tan destacado en nuestra cara?», plantea Bill Hansson, director del Instituto Max Planck de Ecología Química de Jena (Alemania) y autor de Cuestión de olfato (Crítica).

«Cada vez que respiramos, el olfato monitoriza lo que está pasando a nuestro alrededor. En cada inspiración hace un análisis desde el punto de vista químico de lo que hay en el ambiente. Incluso cuando estamos dormidos. Y nos avisa de si hay peligros, como un fuego, o de si eso que nos vamos a comer no está en buen estado. Pero además también nos proporciona los delicados matices del placer, por ejemplo cuando comemos una fresa, bebemos nuestro vino favorito o nos acurrucamos junto a la axila de una persona amada».

Pensamos que el olfato no es importante porque, en general, no somos conscientes de lo que significa perderlo. Con la pandemia, nos hemos dado cuenta un poco más. Millones de personas han experimentado, la mayoría de forma temporal, lo que significa quedarse sin la capacidad de oler.

Para empezar, perder el olfato supone también perder en gran medida el gusto. «El gusto nos permite discriminar entre dulce, salado, amargo, ácido y umami. Pero el 80% de lo que saboreamos viene del olfato», apunta Laura López-Mascaraque, neurocientífica del Instituto Cajal, quien invita a cualquiera que quiera comprobarlo a comerse una naranja con la nariz tapada.

«La nariz es nuestro sensor químico. Nos ayuda en la relación con el mundo exterior y nos permite distinguir hasta un billón de aromas distintos», explica la investigadora. «Y está estrechamente relacionado con lo que llamamos el cerebro emocional, el sistema límbico, por lo que tiene un gran poder evocador».

Esa capacidad de los aromas para transportarnos a otro tiempo y otro lugar es lo que se denomina «efecto Proust» en alusión al recuerdo de la infancia evocado por el olor a magdalenas que el escritor francés describió en En busca del tiempo perdido. Solo el olfato y otros estímulos más complejos, como la música, tienen ese poder de desencadenar emociones y liberar recuerdos de una forma tan vívida e intensa.

«Por eso el marketing olfativo cada vez se usa más. Hay compañías que ya tienen su propio aroma, un odotipo, que podría ser más eficaz que el tradicional logotipo para comunicar, para transmitir sensaciones y emociones», señala López-Mascaraque. Hansson, por su parte, añade un par de ejemplos de esta persuasión que nos llega a través de la nariz: «A muchos hombres les encanta el olor a coche nuevo. Así que es habitual utilizar esa fragancia, que se puede comprar, para vender mejor un coche de segunda mano. Lo mismo pasa con los viajes: un aroma a coco convenientemente vaporizado en una agencia ayuda a vender más billetes a lugares exóticos».

Un sentido ignorado

El olfato ha sido, tradicionalmente, un gran olvidado también para la ciencia, por lo que seguimos teniendo más preguntas que respuestas sobre sus implicaciones. Su relación con el Covid ha impulsado en cierta medida el interés por los enigmas que se encuentran más allá de nuestra nariz, aunque los investigadores temen que ese estímulo sea «flor de un día».

«El olfato es el sentido con el que más interactuamos, aunque no nos demos cuenta, y necesitamos conocerlo mejor», reclama López-Mascaraque, que además de investigadora en el Instituto Cajal de Madrid también preside la Red Olfativa Española, una asociación que engloba a científicos de distintas disciplinas interesados en el estudio del olfato.

Médicos, ingenieros, veterinarios o biólogos investigan en la red desde cómo un olor es capaz de atraer a una polilla desde una enorme distancia, a la utilidad de las narices electrónicas para medir la contaminación, pasando por la relación entre el olfato y algunas enfermedades, como las neurodegenerativas.

Alino Martínez, catedrático de Anatomía y Embriología Humana de la Universidad de Castilla-La Mancha, es el líder del grupo de Neuroplasticidad y Neurodegeneración que, entre otras cuestiones, estudia los lazos entre la pérdida de olfato y trastornos como el Parkinson, el Alzheimer o la enfermedad de Huntington, entre otros. «Sabemos que la hiposmia, la reducción en la capacidad de percibir olores, es uno de los primeros signos de estas enfermedades neurodegenerativas», explica Martínez. Esta pérdida, continúa el investigador, puede producirse décadas antes de que den la cara los síntomas motores o cognitivos propios de estos trastornos, por lo que, en un futuro, podría servir de alerta clínica, de signo para su detección. «Lamentablemente, hoy en día no pueden detenerse estas patologías pero algún día puede convertirse en una herramienta para el diagnóstico precoz y posterior tratamiento», señala.

Como ocurre con la vista y el oído, también vamos perdiendo capacidad olfativa progresivamente a medida que envejecemos. Pero en el caso de las enfermedades neurodegenerativas, esta pérdida es mucho más rápida y pronunciada. Los investigadores aún no conocen las causas de esta relación, aunque una de las hipótesis que manejan tiene que ver con la acumulación de las proteínas patológicas características de estas enfermedades en el bulbo olfativo, uno de los centros de procesamiento del olfato. El equipo de Martínez realiza estudios proteómicos en muestras de tejidos cerebrales enfermos y sanos para intentar encontrar potenciales biomarcadores patológicos.

El bulbo olfativo está conectado tanto con la amígdala como con el hipocampo, claves para las emociones y la memoria. Por eso no hay nada más evocador de un recuerdo que un olor y, por eso, aunque algunos olores nos resultan desagradables de manera innata, como el olor a cadáver, la percepción de otros está muy relacionada con la cultura o nuestra propia experiencia anterior.

Si alguna vez se ha emborrachado con una bebida demasiado dulzona es más que probable que posteriormente haya sentido náuseas con solo notar su aroma cerca. «Eso se llama condicionamiento aversivo. Su organismo, en este caso gracias al olfato, le está diciendo: esto le ha sentado mal, no vuelva a tomarlo», destaca Alino Martínez.

Desde el Grupo de Neuroanatomía Funcional de la Red Olfativa Española, Enrique Lanuza, catedrático de la Universidad de Valencia, estudia el papel de los estímulos olfativos en el control del comportamiento, fundamentalmente utilizando animales como modelo experimental. Según explica, en los humanos no funciona el sistema de feromonas que es clave para el comportamiento de muchos animales. «Se atrofia pronto después de nacer, y aunque en un pequeño porcentaje de la población parece que queda un vestigio, nunca se ha podido demostrar que ese vestigio sea funcional», explica Lanuza.

Sin embargo, eso no impide que en nuestro sistema olfativo normal «sí pueda haber señales con valor feromonal». «Por ejemplo, se ha demostrado que en la areola del pezón de las mujeres que acaban de dar a luz hay unas glándulas, las glándulas de Montgomery, que producen una secreción que induce al bebé a mamar. Esa es una señal olfativa que tiene claramente una función feromonal en los humanos», aclara.

«Hay muchas señales que emitimos, sobre todo en términos de comportamiento social, donde el olfato juega un papel muy importante, aunque no seamos muy conscientes… Yo siempre se lo digo a mis alumnos en clase: ‘fijaos en el dinero que nos gastamos en oler bien y no oler mal’», subraya.

El potencial de los olores para diferentes propósitos clínicos es enorme, aunque todavía está dando sus primeros pasos. Se investiga, por ejemplo, la posibilidad de utilizar el magnífico olfato de los perros para detectar enfermedades como el cáncer, aunque todavía con resultados dispares; y se exploran las posibilidades de la aromaterapia, «si bien, más allá de crear un ambiente olfativo agradable, de momento no hay ninguna evidencia de su eficacia», coinciden en señalar los investigadores consultados.

Si llegados a este punto sigue pensando en el sentido del que sería capaz de prescindir, siga el consejo de Bill Hansson: «Ninguno. No quiero imaginarme la vida sin poder ver, oír ni tocar, pero tampoco sin poder oler ni saborear»

fuente:El Mundo